Fragmento de "Nudos", una novela
Un día lo cambiará todo. Un descuido, o más bien lo de siempre, pero esta vez ya sin ninguna paciencia de los mayores. A veces pasa, que una tarde salió agria o el cansancio de todo el día es como una lupa y ahí se rompe la vara de medir. Y si además se espera que todo sea perfecto y muy pulcro porque es viernes de esos con cena y visitas con apellido, que la abuela materna preparaba con conciencia y sabiduría antigua, la de siempre. El mantel que se guarda en la cómoda vuelto a planchar para quitarle los dobleces y que las puntillas de los bordes se alisen. La mesa puesta ya desde primera hora de la tarde, la vajilla con cenefa de motivos florales, el salero de cristal fino, ni muy lleno ni vacío, que así parece que se usa a menudo. Todo listo, la distancia entre plato y plato la correcta, las sillas cuadriculadas, la estancia en penumbra con la ventana entreabierta que ventile y los postigos echados que no caldeen.
En la cocina, al otro lado del pasillo, en los cristales templados al sol se ha posado una mariposa de vivos colores que mueve con parsimonia las alas, quizá ventilándose, quizá meciéndose. Un gato atigrado y panzón la mira desde el suelo en postura de acecho y mueve la cola midiendo la distancia. Entonces, aparece la niña Aurelita que viene de cualquier otra cosa, con las manos sucias de tierra del patio y repara en el gato y le sigue las intenciones hasta vislumbrar la mariposa que aletea.
—Gato malo. ¿No querrás comerte algo tan bonito? Mira qué bonita.
El gato se escabulle al oír la voz de la niña, que ya conoce cómo se entretiene si se aburre. Escapa alagartado, con la panza bien arrimada al suelo, el paso como segmentado hasta que se siente seguro y ya próximo a la puerta se esfuma en un esprint. La niña se acerca hasta el cristal donde la mariposa hace su vaivén como un trocito de papel pintado. Casi llega a tocarla con los dedos, pero retoma el vuelo. Un desorden de colores de arriba abajo, de un lado al otro y encuentra la puerta abierta de la cocina y el pasillo casi en penumbra y el portón del comedor entreabierto. Se cuela hasta posarse en los reflejos del salero de cristal fino y aletea con parsimonia. Pero cuando chirrían los goznes y aparece la cabeza de Aurelita desde detrás de la puerta, como si se tratara de un juego de esconderse, se queda quieta, inmóvil ella y toda la estancia salvo por un tintineo leve de brillos que mueve el visillo de la ventana y la brisa de la tarde. La luz transitando por los cristales de las copas y el salero.
—Aquí te escondes, preciosa. Déjame que te toque, solo un poquito, ya verás que no te hago nada Que quiero saber si tus alas son de seda o de papel.
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